CON JABÓN DE POR MEDIO
(Historia del hombre-jabón)
Mira hijo, sé que estás sorprendido porque no acostumbro conversar contigo así, íntimamente, de padre a hijo. Desgraciadamente, siempre encontramos alguna preocupación o algún problema urgente que resolver, y dejamos de lado la comunicación familiar. Pero no te asustes, que no pienso ni darte un sermón, ni castigarte o regañarte. Te lo diré sin tapujos. Si no me fallan los archivos, nuestra familia lleva más de 150 generaciones con una peculiaridad genética, una ventaja diría yo. Sí, hijo, somos de jabón. Has oído bien, de jabón. No, no te rías, hijo, que tú también lo eres. Sé que ya estás empezando a sentir síntomas que te diferencian del resto de tus amigos, ¿verdad? y por eso tu madre y yo creemos que ha llegado el momento para ponerte al tanto. Tú aún no has empezado a desarrollar físicamente la Característica Genética Distintiva, a la que solemos llamar en nuestra jerga la Cegedé. Te lo digo ahora para que te lo tomes con calma, pues el día que cumplas trece años, exactamente trece años, o sea, después de 160 lunas nuevas, que a veces son 161, según el ciclo anual embolismal, empezarás a desarrollar y a manifestar la Cegedé. No, no me pongas esa cara ni te sientas preocupado, hijo, quiero que entiendas que ser de jabón es una bendición, y no le hagas caso al pareo, sino que lo digo porque es verdad. Mira, ven, tócame, toca mis brazos, no, más fuerte, no los vellos, la piel, la piel. ¿Ves? ¿Te das cuenta? Frota ahora. ¿Sabes qué? Mejor mójate las manos y, así, húmedas, vuélveme a rozar. Ya lo notarás. Ahora está mejor, vuelve a tocar. ¿A que sientes las manos oleosas, pegajosas? Ahora frótatelas. Mira, mira como hace espuma. No, hijo, cambia de cara, deja de preocuparte, que esto no es ninguna tragedia, te lo digo de corazón y por propia experiencia. Tu madre también lo es, porque, aunque no es estrictamente obligatorio, lo mejor para preservar la Cegedé es casarse con personas que también lo tengan, o sea, que provengan de un mismo tronco genético, vamos, del mismo origen familiar. Llevar los genes de la Cegedé no es algo común, es verdad. Y aunque muchos de nuestros familiares lo han proclamado a los cuatro vientos, nosotros, para evitar chismes, calumnias e insidias, o, peor aún, que se nos acuse de hechiceros y embaucadores, como ya ocurrido en otras épocas, y mejor ni te hablo de sus nefastas consecuencias, hemos optado por omitirlo. Después de todo a nadie le importa cómo somos, qué peculiaridad tenemos, si no hacemos mal a nadie. Pero cálmate, hijo, cálmate, que te lo repito y aseguro, más que desventajas, es una ventaja ser de jabón. Claro que tiene sus desventajas, no te voy a mentir; en estas sociedades, ser distinto a los demás acarrea muchas preocupaciones y sinsabores. Pero hay que aprender a sobrellevarlo con dignidad y orgullo. Ya te digo, son más de 150 generaciones que llevamos a cuestas esta peculiaridad, trasmitiéndosela a nuestros hijos. Lo que me extraña es que aún no te hayas dado cuenta, hijo, pues tu madre y yo, aunque conversemos poco contigo, sí, ya sé, yo, soy yo el que converso poco contigo, perdóname, pero lo que quería decirte, siempre hemos sido abiertos y aunque no lo hayamos manifestado públicamente, en casa tampoco lo hemos escondido. Lo que pasa es que son pocos los momentos en que las características de la cegedé se puedan exhibir. Muchos de nuestros familiares sí se han preocupado por exponerlo a sus hijos y a su círculo más cercano, desde el primer momento y en cualquier instante, que son de jabón, portadores de la Cegedé. Incluso organizan ceremonias y fiestas anuales para celebrarlo. Aunque en mi infancia y juventud participé, y gocé, no está demás recordarlo, de estas celebraciones, yo, personalmente, en la época en que vivimos, lo veo algo exagerado, pero eso sí, debo prepararte para cuando llegues a los trece años, para que no te caiga todo se sopetón. Las cosas hay que explicarlas con antelación, para comprenderlas y saber que es un proceso natural, bueno, natural en nuestra familia, no en todas, pero te repito, con muchas ventajas, y no tiene por qué afectar tu vida en el día a día. Pero, te digo, es mejor que lo entiendas. Imagínate a una chica que llega a la edad de la pubertad y nadie le haya explicado lo qué es la regla y, ¡zaz! de pronto le llega, se siente sangrando y no entiende por qué. ¿Te imaginas el trauma? No, no te rías hijo, que eso pasaba no hace muchos años, y seguro que aún sigue pasando, entre numerosas familias que vivían o viven el proceso sexual, la menstruación y demás, como algo repugnante y execrable, un pecado, vamos. Pero me estoy alejando del asunto, hijo, aunque veo que te has relajado. Bien, bien, eso está mejor. Sí, ya me imagino en lo que estarás pensando, algo así como por qué si nos duchamos, no nos gastamos o disolvemos. Aquí sí hay una desventaja, hijo, es verdad, pero se puede resolver, se puede resolver, no tengas la menos duda. Mira, aquí viene tu madre. No, Mayrim, no es necesario que intervengas, mejor déjanos solos, que esta es una conversación de padre a hijo, y lo estamos haciendo muy bien. Gracias Mayrim, gracias por comprenderlo. Bueno, ¿por dónde íbamos, hijo? Ah, ya, qué nos pasa al meternos en el agua. Primero te explicaré, hijo, que la Cegedé consiste en que nuestros tejidos adiposos, las grasas del cuerpo quiero decir, tienen una característica especial, que sin sosa ni ningún otro elemento extraño, ni glicerina ni nada por el estilo, se transforma en jabón. Así de claro. Me imagino que sabes que el jabón es, en esencia, grasa, aceite. Y de eso se trata, hijo, para hacer jabón de la grasa se necesita la reacción de este ácido graso con algún alcalí. Pues nuestro cuerpo, vaya usted a saber por qué, aunque hay muchas teorías, hasta las religiosas o fanáticas, produce de forma natural esta reacción, que creo que se llama saponificación, o algo parecido. Oye, pero no te vayas a creer que todo nuestro cuerpo es de jabón. Tenemos órganos y huesos igual que los demás. Sólo se trata del tejido adiposo. ¿Lo entiendes, verdad? ¿No te has dado cuenta que en casa prácticamente no compramos jabones? Es que no es necesario, hijo, si lo producimos nosotros mismos. No creas que es que nos arrancamos un dedo, un pedazo de oreja o algo por el estilo para utilizarlo como jabón. ¡No, hombre, no! A nadie se le ocurriría hacer tamaña barbaridad, ni falta que hace. ¡A que no te has dado cuenta que en nuestra familia no hay ningún gordo, ni uno! Fíjate en tus abuelos, tus tíos, tus primos, todos somos delgados. ¿Y sabes por qué? Pues precisamente el agua, cuando nos lavamos, duchamos o bañamos, es nuestro adelgazante natural. Cómo quise explicarte antes, el agua sí nos desgasta, pero no a tal punto de que nos disolvamos por completo. Lo mismo que con una barra de jabón, que no se acaba de golpe, ni con un solo uso. Además, tenemos la ventaja de producir el jabón constantemente, igual que el resto de los mortales producen grasa cuando se alimentan. Así que si gastamos jabón, volvemos a reponerlo. Mira, hijo, con solo rascarnos la piel, desprendemos escamas de jabón, que si las recogemos y guardamos, nos sirve luego para lavar, fregar o higienizar cualquier cosa que queramos. Es más, con la ducha desprendemos tal cantidad de jabón, que si lo recogiéramos y luego lo volviéramos a secar, lo podríamos utilizar con frecuencia para nuestros menesteres higiénicos que no sean corporales. Tu madre prefiere usar detergente, que no es lo mismo que el jabón, para lavar la ropa, pero te aseguro que no es necesario. Nuestra propia fabricación de jabón también sirve para la colada, para fregar los trastos y hasta para los suelos, si me apuras. Pero ya sabes, esta época de consumismo obliga a tu madre a comprar detergentes y demás productos de higiene, para ser igual que sus vecinas. Pero a los abuelos ni siquiera se les ocurrió utilizar otra cosa que su propio jabón. Así es, hijo. Ya ves que no es tan dramático. Pero tenía que explicártelo y prevenirte para cuando cumplas los trece. Oye, tampoco es el caso de que ahora en adelante te dé por zampar todo lo que se pueda comer, porque al fin y al cabo lo vas a perder. Pues no, ya que las consecuencias pueden ser alarmantes. El jabón que produces también puede ser de mayor o menor calidad, más o menos sano, según los alimentos que ingieras. Una producción exagerada de jabón, por más que intentes desprenderte de él con una buena ducha, puede afectar los tejidos internos, y causarte enfermedades que no tienen razón de ser. ¿Lo has comprendido, hijo? Bueno, te siento un poco más calmado, pensé que te lo ibas a tomar peor, hijo. Aún quedan algunas cositas sueltas por aconsejarte o explicarte, pero no sé si las vas a entender en estos momentos. Así que esperemos que cumplas trece años y ya tú y yo tendremos otra conversación seria, y creo que hasta más jugosa que ésta, hijo. Ya vas a ver, ya vas a ver, vas a flipar. ¿Se dice así, no?
QUIERO MÁS A MIS GATOS.
1.
Ayer mismo bajaba las escaleras, como todas las tardes, parsimoniosamente, como solía hacerlo, bien vestidita, sus labios carmesí, su gato Mufi en su regazo, desde el cuarto D hasta el portal, donde solía reunirse con las vecinas, a hacer uso del único deporte que, a su edad, podía practicar: la conversación amena, el parloteo, incluyendo chismes, críticas, consejos y hasta soluciones políticas. Pero hoy tarde todo fue confusión. En el vecindario estaban consternados, perplejos. Patrullas, policías, ambulancias, hasta una furgoneta de la perrera municipal. ¿Cómo podía haber ocurrido algo así, precisamente con Dona Mercedes, tan querida, respetuosa, amable, siempre atenta a las necesidades del prójimo. ¡Y ahora esto! ¿Se habría vuelto loca? ¿Así, de pronto? ¡Pero si era tan agradable conversar con ella! Nunca, nunca levantó la voz más de lo debido, ni siquiera para refutar a sus contrincantes, mientras solía acariciar a Mufi, o a Beli, su gata siamesa marrón, que dicen se la había regalado su hija, hace ya ocho años, el día que murió su marido Alfonso, después de cincuenta y cuatro años de matrimonio feliz. Bueno, eso por lo menos es lo que siempre se había dicho. Las vecinas lo atestiguaban. Es verdad que durante el entierro, las novenas y el luto posterior, no derramó ni una lágrima, tan sólo acariciaba a la recién adquirida Beli, la gata siamesa, que para aquel entonces no era más que un diminuto peluche crema. Si no fuera por su leve ronroneo, nadie podría asegurar que no fuera un muñeco. Pero todos entendían el impresionante silencio de Doña Mercedes, más patético que cualquier lágrima, cualquier llanto. Era lógica su estremecedora reacción, después de cincuenta y cuatro años de matrimonio, dos hijos, el varón y la hembra, sus tertulias, sus obras de caridad y sus visitas compasivas al Hospital del Niño y a la Residencia “La Milagrosa”, fundada con auspicios de su marido, quien fue un admirado general del ejército, que hasta luchó por devolver la democracia a su país, a riesgo de perder su puesto y su vida, en los días de la atroz dictadura militar, que había hecho desaparecer tantos y tantos compatriotas, tantos y tantos niños. Y Mercedes, siempre a su lado, apoyando, colaborando, arriesgando su propia integridad como mujer y como ciudadana. Pero regresemos a lo nuestro, que nos hemos desviado. Todo eso y más se comentaba tan solo ayer tarde, después de que me tocara transmitir a todos tan espantosa noticia.
2.
Me parece que no he sabido explicarme bien. Empezamos por lo de la confusión aquella tarde, y, perdónenme por la negligente forma de expresarme, pero aún no he explicado el porqué de aquélla barahúnda. También a mí me cuesta asimilar lo sucedido. Tan poco tiempo en perspectiva me impiden aclararme en conformidad. Creo que debo aclarar quién soy. Me llamo Ignacio de Jesús, pero fuera de mi madre y mi abuela, que en paz descansen, nadie me llamó así. Para el resto soy simplemente Nacho, el “rarito”. Tengo cincuenta y seis años y desde que salí de casa de mis padres, hace ya veintiún años, he vivido solo, sin mujer ni hijos. Pero no es mi interés hablar de mí, solo que lo creo necesario para poder explicar lo acontecido en casa de Doña Mercedes. Yo soy su vecino. Vivimos puerta con puerta, en el cuarto. Ella en el D y yo en el C. Me mudé a este piso precisamente el año en que murió Don Alfonso, su marido, hace ocho, como creo que ya he comentado. A raíz de su muerte, sin proponérnoslo, nos hicimos buenos vecinos. Yo la veía, no sé, tan triste, tan solitaria; sus hijos, desde la muerte del padre, apenas si venían a visitarla. Su hijo mayor, Alfonso como su papá, aunque solían llamarlo Fonsi, también era militar, y estaba destinado a las islas, lejos del continente. Su hija no vivía muy lejos, pero me imagino que poco tiempo le quedaría para visitar a su madre, debido a sus propios problemas familiares (por lo menos era lo que se comentaba en el famoso “portal de las primicias”, a la entrada del inmueble, que aunque bastante amplio, ni patio tenía; claro, cuando no estaba Doña Mercedes, que la pobre Gloria, así se llamaba la hija, tenía problemas con su marido, además de los cuatro hijos que ya tenía a su haber). El caso es que yo la veía tan desamparada y como mi trabajo principal era en casa, frente a un ordenador, pues, me había ofrecido desde entonces ayudarla en cualquier menester. Si había que colgar la cuerda del tendedero, si tenía que comprar en el mercado de bastos algunas cosas pesadas que ya no podía cargar, si había que matar a una cucaracha, si tenía que llamar a su hija, y ni su vista ni su memoria le daban para ver o recordar el número. En fin, cosas pequeñas, minucias, pero que para ella eran todo un emblema de caballerosidad, generosidad, amabilidad y más “idad” que solía corearme con cada favor que le hacía. Recuerdo que el recado más curioso que me pidió, y con tono enigmático, casi en un susurro, fue que le comprara un cuaderno, esos de estilo antiguo, cosido, con tapas negras y gruesas. Lo que más me extrañó fue que me hizo prometerle que no le diría a nadie que ella poseía ese cuaderno, “mi tesoro” (fueron sus palabras textuales, y por su puesto que ni por asomo sabía ella quién era Gollum ni había oído hablar de El Señor de los Anillos). Pues bien, aquella vez, cuando aparecí con el cuaderno, fue la primera vez, y la última, que Doña Mercedes me abrazó con una fuerza inusitada, con la que me transmitió todas sus emociones, y me dio un beso. Hasta juraría que algunas lagrimitas se derramaban por sus mejillas. Yo también me emocioné, no sé muy bien por qué. Y claro, tanto misterio empezó a intrigarme. Me atreví preguntarle para qué lo quería, y sólo me contestó con un lacónico “ya te enterarás, ya te enterarás...”. Aquí debo advertir que todo este episodio del cuaderno ocurrió hace alrededor de cuatro meses. Doña Mercedes acababa de cumplir setenta y dos años, pero sus hijos no vinieron a visitarla, aunque sí la habían llamado por teléfono y le habían enviado un ramo de rosas, creo que en nombre de los dos, pero no me hagan mucho caso.
Volvamos a aquella tarde en cuestión. Sigo divagando y no logro explicarme como debiera. Esta vez intentaré ir paso a paso en mi aclaración de los hechos. Doña Mercedes, o “La Merced” como yo solía llamarla cariñosamente, aunque sabía que a ella mucha gracia no le hacía, y por eso mismo se lo decía, al punto de que se había transformado en una especie de clave cariñosa entre ella y yo. Debo advertir que para nada le gustaba que la llamaran Merceditas (como hacía la vecina del 4º A) o Merche, eso sí la sacaba de quicio, aunque intentaba siempre no enfadarse, tan solo lanzar una mirada escrutadora a quien había osado llamarla de esa manera. Regreso, regreso al asunto en cuestión. Será que como no tengo muchas oportunidades de explayarme oralmente, cuando lo hago por escrito, como ahora, me libero, es como si fuera mi venganza particular. Bien, prometo reprimirme. Doña Mercedes salía diariamente de su piso, a las cinco y cinco de la tarde en punto, para encontrarse con sus amigas en el “portal de las primicias”. Algunas veces, antes de bajar con su gato Mufi o con Beli (hacía turnos concienzudos para bajar a sendos gatos, uno por día), picaba al timbre de mi puerta, cuando necesitaba algo especial o simplemente para preguntarme cómo estaba, si era yo el que necesitaba algo. De cualquier manera, a esa hora siempre estaba yo frente a la computadora, y ya se había hecho una rutina el que oyera el crujir de su puerta, el repiqueteo de las llaves, sus parsimoniosos pasos de zapatos de medio tacón, el maullido del gato (hasta por el maullido ya sabía yo con qué gato bajaba La Merced y, por consiguiente, qué día de la semana era). No tenía que ver el reloj para saber que ya acababan de pasar las cinco de la tarde. Pues, bien, aquella tarde, es decir ayer, aunque pareciera que fue hace un lustro por lo menos, me extrañó no oírla bajar. Serían como las cinco y media cuando caí en cuenta que Mercedes no había bajado. No sé si fue un presentimiento, o simplemente extrañeza por no escuchar ese sonido diario y peculiar, pero me puse de pie enseguida, cerré la sesión en el ordenador y salí hacia su puerta. Ya estaba yo mosqueado desde hacia tres días, desde el lunes (hoy es jueves), cuando La Merced, a las cinco y cinco, según su costumbre, tocó a mi puerta y me dijo -“Hola Ignacio” - (olvidé comentar que también ella, como mi madre solía hacerlo, me llamaba Ignacio y por nada en el mundo quería llamarme Nacho) -Tengo que pedirte otro favor hoy, pero no, no es nada material ni pesado. Solo quiero recordarte que tú tienes una llave de mi piso, como quedamos, por si a mí se me pierde la mía, o no la encuentre, ya sabes, con esta memoria que tengo... Ah, sí, otra cosa, si algo extraño ocurriera, si me pasara algo, Ignacio, ya sabes que todo es posible, a mi edad, te pido que lo primero que hagas es abrir el frigorífico, el congelador. Ignacio, todo lo que hay allí es tuyo, puedes llevártelo, pero no te olvides de abrirlo si a mí me pasara algo, principalmente el congelador, Ignacio. ¿Te parece?-
-Pero Mercedes, qué estás diciendo, si estás más entera que yo. Si eres la juventud de este edificio, ¿por qué piensas en esas cosas ahora? No me digan que La Merced está “depre”, ay, mi Mercedes, mira hasta Mufi te está diciendo que dejes de pensar en esas tonterías, que para que tú te retires de este mundo todavía falta mucho tiempo. Óyelo, está diciendo: “miau... qué te crees, ¿que te vamos a dejar ir tan pronto?.... miau... si eres nuestro milagro, no, miau, nuestra Merced”, nunca mejor dicho.
-Gracias, Ignacio, pero ¡que va! si no estoy deprimida ni nada que se le parezca. Es solo precaución, nada más. Si yo no sé lo que es estar deprimida. Tristona sí, a veces, pero nada más. Aunque mira tú por dónde, con los gatos has dado en el clavo. Ellos sí que saben lo que es amar, dar cariño, mis preciosidades...
-¿Ves? Así te quiero ver, deja esos pensamientos para los viejos del edificio, que tú todavía tienes guerra que dar para rato. ¿Pero por qué tanta prudencia precisamente ahora, Mercedes?
-Ya te lo he dicho, sólo por precaución. Además, como no tengo mucho con lo que agradecerte todo lo que haces por mí, y desinteresadamente, como si fueras de la familia, como un hijo... Pues eso, que te mereces que por lo menos lo que haya en la nevera sea tuyo. No hay mucho, ya sabes. ¡Ah, se me olvidaba, tengo buenas noticias! mañana vienen a cenar mis hijos ¡los dos!, Alfonso y Gloria. Ya era hora, ¿no? Como te puedes dar cuenta, tengo razones para estar contenta, no “depre”, como crees tú.
-¡La Merced tiene visita mañana!- espeté yo, con toda sinceridad, pues sabía que sus hijos la tenían abandonada últimamente, y a ella le preocupaba, o por lo menos eso es lo que pensaba yo en ese momento- Me alegro por ti, Mercedes. Es verdad, ya era hora. ¿Pero me vas a decir que no necesitas que te ayude a comprar algo en el mercado? Últimamente no me has pedido ninguna ayuda. ¿Qué piensas hacer de cena?
-No, Ignacio, no. No hay que comprar nada, ellos se encargan de traer la cena, yo sólo pondré la bebida, que precisamente me la compraste tú el miércoles pasado.
-¿Cómo has conseguido que vengan los dos, Mercedes? ¡Y que no tengas que cocinar!
-Pues, ya ves, lo he conseguido. ¿Ya era hora, no? ¡Uy, qué tarde!, las del “Portal de las primicias” estarán preocupadas porque aún no he bajado. Bueno, seguro que en estos momentos me están poniendo morada, o hasta negra.
-¡Qué va, Mercedes! Aquí nadie puede hablar mal de ti. No tienen nada que decir.
-Ay, Ignacio, ya verás, ya verás.- Esto último lo iba repitiendo mientras se alejaba, tan parsimoniosamente como siempre, acariciando al gato, hacia las escaleras. Nunca había visto a Doña Mercedes bajar por el ascensor. Decía que le tenía pánico. En estos últimos dos años la habíamos obligado, por lo menos, a subir por el ascensor, aunque acompañada, pues la pobre ya no podía subir tan fácilmente cuatro pisos. Pero si fuera por ella... De pronto, antes de bajar el primer escalón, se volteó y me dijo –Ah, Ignacio, y muchas gracias por guardar nuestro secreto, ya sabes, ese, negro por fuera, blanco por dentro, todo muy bien cosidito. Es tu secreto y el mío...
3.
Esta vez creo que sí tenía la necesidad de desviarme de lo sucedido ayer tarde, pues si no, no se podría comprender lo que estoy por contar a continuación. Como ya había comentado, además de que La Merced no había salido de su piso, y ya eran más de las cinco y media, me intrigaba aquella conversación del lunes, en especial lo último que me dijo, sobre lo de guardar el secreto, que me imagino se refería al susodicho cuaderno negro que tan enigmáticamente me había pedido que le comprara (y que, por su puesto, no permití que me lo pagara, a pasar de que sabía que su marido difunto le había dejado una buena pensión). Es más, el martes, cuando en principio tenían que llegar sus hijos, me intrigó también que no oyera ruido alguno en su casa, ni siquiera el maullar de los gatos. Pero no le di mucha importancia, total, no era de mi incumbencia, y no estaba en mi carácter molestar en medio de una cena familiar, a pesar de que yo conocía a ambos hijos, y algunas veces había conversado con ellos.
Retorno al momento crucial de la tarde de ayer. Llegué a su puerta, preparando de antemano la excusa de cómo le había ido en su cena familiar. Toqué el timbre una vez, dos, hasta tres veces. Allí sí empecé a preocuparme, pues no era normal. Empecé a picar fuerte en la puerta misma, mientras voceaba en voz alta su nombre. Al no recibir respuesta, regresé a casa a toda velocidad, tomé la llave de su piso y corrí nuevamente a su puerta para abrirla. Me es un poco difícil comentar lo que vi al entrar. No sé como explicarlo, como describirlo para que sea fiel a lo que vi, y al mismo tiempo respetar la memoria de Doña Mercedes. Sí, después de este comentario ya habrán descubierto, si es que no lo han hecho antes, de que me encontré a Doña Mercedes muerta, sentada en su sofá estilo rococó, con su mantón preferido de lino sobre su pecho. Pero aunque no lo crean, eso era lo de menos. Estaba radiante, con una sonrisa en los labios, los ojos abiertos. Su collar de perlas colgaba coquetamente sobre su cuello, con su escote estilo barco, creo que se llama, en ese vestido negro. Su pelo grisáceo recogido atrás, muy bien peinado. Parecía toda una dama, como lo que fue realmente. Parecía dormida, nadie diría que estaba muerta. Pero créanme, lo repito, eso era lo de menos. Sentado a la mesa estaba su hijo, Alfonso, con la cabeza echada hacia atrás, más allá del respaldar de la silla (estos muebles, mesa y sillas, si no sé de que estilo serían). Al parecer, también estaba muerto. Lo más escalofriante era que Mufi, el gato macho, estaba sacando de la boca de Fernando, pedazos de comida. Ya casi no quedaba alimento sobre la mesa. Todo estaba esparcido sobre el mantel, en el suelo y sobre Gloria. Esto fue lo más perturbador: ella yacía muerta, más que muerta, sobre la alfombra, entre la mesa del comedor y el sofá de la sala ¡Y Beli comía sus entrañas, luego se limpiaba las patitas con su propia saliva, y ronroneaba, para empezar otra vez a engullir con apetito aquel macabro manjar. No sé cómo ni quién le había abierto el vientre de esa manera. ¿La gata? Parecía imposible. Por ningún lado se veían rastros de violencia, fuera del panorama que presentaba Gloria. No podía creer que Beli, la gata tan coqueta y melindrosa pudiera haber abierto, con sus finas garras, ese vientre, para empezar a degustar de él. Simplemente no lo podía creer, pero eso es lo que parecía. Mi primera reacción fue salir huyendo de allí, después del vistazo general. Casi en la puerta, me giré y volví a ver a Doña Mercedes. ¿Y si ella no estaba muerta? ¿Si estaba solamente dormida, aletargada? Después de todo eso parecía, con esa sonrisa en sus labios. Así que regresé, la zarandeé un poco, llamándola. Pero nada. Estaba fría. Lo único que se me ocurrió, como había visto en las películas, fue cerrarle los ojos, que ya no tenían ese brillo que tanto yo admiraba en Doña Mercedes (me perdonan, pero en un momento así, no puedo llamarla ni La Merced, ni Mercedes, sin el Doña). Nuevamente me dirigí a mi piso, para coger el móvil y llamar a la policía. Claro que primero pensé llamar a los vecinos, principalmente a Doña Cayetana, la del A, creo que la amiga más cercana y que siempre le llamaba Merche, y no Mercedes, y a ésta no le hacía nada de gracia. Pero de inmediato lo descarté. Primero, porque sabía que ella y el resto de sus amigas de vecindario estaban abajo, en el “portal de las primicias”. Segundo, por la consideración que se merecía Doña Mercedes, pensé que no era decoroso que vieran tan horripilante escena, con lo que a los vecinos les gustaba enmarañar las cosas, chismear a más no poder. Así que salí en busca del móvil. Empecé a marcar el número de la policía... miento, primero tuve que buscarlo en el calendario que tenía colgado sobre mi computadora, con todos los números de emergencia anotados, pues no sabía cuál era. Luego, al empezar a marcar, recordé la última advertencia de Doña Mercedes, el martes, sobre lo del refrigerador. Con más intriga que interés entré nuevamente a su casa, me dirigí a la cocina y abrí la nevera. No encontré nada extraño y yo, en mi mente, ya había elucubrado no sé cuántas cosas espantosas que podría tener allí escondidas. Nada, simplemente algunos tapers con comida, verduras, frutas y otras menudencias. No entendía aún por qué tenía Doña Mercedes tanto interés de que yo me quedara con toda esa pitanza. Finalmente abrí la puerta del congelador, en la parte superior de la nevera. Al principio tampoco vi nada que me llamara la atención, pero casi al empezar a cerrar, descubrí, en una última mirada, una bolsa de plástico transparente, en la que se podía adivinar algo negro, congelado. Lo tomé, lo abrí, ¡y era el dichoso cuaderno negro que unos meses atrás le había comprado. Allí sí di un respingo, y los pelos se me empezaron a erizar, pues recordé que las últimas palabras que me dirigió en vida Doña Mercedes, estaban relacionadas con este cuaderno. Después de reponerme, intenté abrirlo, pero me fue imposible, ya que, como he comentado, estaba completamente congelado. Ahora sí, salí de su casa precipitadamente. Cerré la puerta nuevamente con llave, y con el cuaderno en una mano, empecé a marcar el número de la policía. Ya más tranquilo, mientras la policía llegaba, bajé al portal para dar la noticia a todo los vecinos, para que no les cogiera desprevenidos y me recriminaran que no les hubiera contado nada, que cómo yo lo sabía, que cómo había entrado a su casa y quién sabe cuántas sospechas más. De cualquier forma, la confusión y la turbación empezaron a extenderse por el vecindario, como se dice, igual que un reguero de pólvora, y las preguntas que quería obviar, fueron a las que más tuve que responder. Esa tarde, entre las veces que tuve que contarlo a los vecinos, a la policía, a los de la ambulancia y hasta a los de la perrera, que habían venido a llevarse a los gatos, ya que la policía los había llamado, creo que conté unas seis veces de relato ininterrumpido de tamaña tragedia. Lo único que no conté, tal como se lo había prometido a Doña Mercedes, fue lo del cuaderno negro, cosido, con tapas duras, a la antigua usanza. Lo había dejado en mi piso, al lado del radiador, para que se descongelara.
4.
Quiero más a mis gatos. Hasta yo me estremezco mientras lo escribo. Pero es verdad. No sé ni para qué lo anoto, o mejor dicho, creo que tengo que poner en orden mis ideas porque después podrá ser demasiado tarde. Quiero más a mis gatos. Toda la vida, desde mi adolescencia, siempre estuve acompañada de gatos y, aunque nadie me lo pueda creer, sólo de ellos obtuve cariño incondicional. Se dice que los gatos no son como los perros. Solo se arriman a quien les mime o les dé su ración diaria de comidita. Pero a mi no me importa. Yo he repartido mimos y alimento durante toda mi vida a quienes deberían haber sido mis seres queridos, pero ellos me han dejado de lado, sola. Ahora me doy cuenta que me siento muy bien escribiendo esto, desahogándome.
Si alguien llega a leer esto no se lo podrá creer. Mercedes García Montes, Viuda de Don Alfonso Aragón y Eguren, yo, tan modesta, amable, con una sonrisa en los labios, quien El Señor la ha bendecido con una vida de felicidad y placeres, una familia maravillosa y una jugosa pensión. Ya estoy cansada de mantener esta farsa, y lo peor es que la seguiré manteniendo hasta mi muerte. ¿Qué más puedo hacer? Creo que solo una persona en este mundo podrá descubrir la verdad.
Así empieza lo que esta mañana he descubierto que es el diario de Doña Mercedes. Por lo menos en sus últimos cuatro meses. No ha escrito fecha. Prácticamente va todo de corrido. Yo, para que se entienda mejor, mientras lo voy transcribiendo (ya son las doce y media de la noche del viernes, o sea, que ya estamos en sábado), trato de ponerle alguna coma, un punto, corregir algún error ortográfico, e imaginarme alguna palabra ininteligible, aunque a decir verdad, la escritura de Doña Mercedes es, o mejor dicho fue... ¿o sigue siendo? de una caligrafía muy correcta, a pesar de su edad. Tal como solían escribir aquellas damas de antaño, que lograron estudiar en buen colegio, principalmente de monjas. Aquí tengo que confesar que me ha costado un poco abrir el diario, despegando sus páginas, que aún siguen húmedas, lo que a veces ha hecho que se borre alguna letra o palabra o, simplemente, que se rompiera un poco la hoja al pasarla. Sigo.
No señores, no. Mi vida no ha sido así. Así quise yo que todo el mundo lo creyera. Y creo que lo logré. Voy a empezar por el principio. Mis padre era militar, un hombre muy serio y reservado, y mi infancia transcurrió principalmente entre cuarteles y toques de diana. Hasta los dieciséis años ya había cambiado de residencia y de colegio hasta cuatro veces, según el destino que le asignaban a mi padre. Mi madre era una mujer callada, sumisa, obediente, como tenía que ser, según las normas de la época. Nunca la vi quejarse de su marido, a pesar de su trato seco y hasta denigrante con ella. Yo casi ni lo veía, ni hablaba con él. Era hija única. Pero a los dieciséis todo cambió. Para mal. Ya no vivíamos en el cuartel, sino en un edificio, cercano al cuartel, que se había construido para militares de altos mandos, mi padre entre ellos. Uno de los mejores amigos de mi padre era su vecino en este edificio, que no recuerdo ahora su nombre ni quiero recordarlo, pero que por incidencias de la vida, o porque así ellos lo habían solicitado, sus destinos coincidieron con frecuencia. Ahora perdónenme que pase lo más rápido posible sobre este episodio. Ese tal vecino, muy amigo de mi padre, me violó. Ahora lo sé, pero en aquel tiempo estaba segura que yo era la culpable. No recuerdo su nombre, es verdad, pero recuerdo muy bien su olor, sus ojos libidinosos, y sus amenazas, sus terribles amenazas a una chica de dieciséis años. Porque no fue una vez, abusaba de mí cada vez que podía, a veces con su mujer en la habitación contigua. Pero él me convenció de que yo era la culpable, la libertina, la lasciva. Hasta que quedé embarazada. Yo ni lo sabía, hasta los siete meses, cuando, debido a mi quejas, a mis dolores (y a mi falta de la regla, pero que no tenía ni idea que ello estuviera relacionado con el embarazo), mi madre decidió llevarme al médico de la mutua militar. Y allí se descubrió el pastel. Bueno, todo no, porque nadie supo quién fue el padre. Por más ruegos, castigos y palízas que recibí, nunca puede pronunciar su nombre, ni siquiera ahora. El terror de tal vecino se había apoderado de mí y creo que solo en este momento, que estoy rememorando todo lo ocurrido, empiezo a liberarme de él, ¡56 años después! La situación no mejoró. Ahora eran mis padres quienes me veían como si fuera una puta (perdón), un pendón, como le decían antes, y no se si ahora, a las mujeres de mala vida. Por supuesto que la palabra aborto ni se mencionaba, yo no sabía ni que existía. Desde que se descubrió lo del embarazo, mis padres arreglaron todo para enterrarme, hasta el parto, en un convento. Yo lloré, me arrastré suplicando que no me dejaran allí, pero fue todo inútil. La tarde misma del parto, sé que me durmieron. Y no supe nada más hasta la mañana siguiente. Lo primero que hice fue preguntar por la criatura, pero me dijeron que había nacido muerta, que el feto no se había desarrollado bien debido a la falta de madurez de mi cuerpo. En mi corazón sabía que era mentira. No, no les creí, ¿pero qué podía hacer? Ni siquiera supe su sexo, pero en mis adentros yo sabía que era un varón, que estaba vivo, y con el tiempo hasta le puse nombre, Ignacio (como se llamaba mi primo, que tenía tres años más que yo, mi amor secreto). Y ahora, decenas de años después, me encuentro viviendo puerta con puerta con un afable señor, simpático, muy cordial, que se llama Ignacio ¡y tiene la misma edad que debe tener mi hijo, aquél que me arrebataron! Es la única persona, además de mis amados gatos, que de verdad se preocupa por mí.
5.
Demás está decir que al llegar a esto último, tuve que abandonar la lectura, con un nudo en la garganta. Quién hubiera podido imaginarse tal desgracia. Pero de algo estoy seguro, yo, Ignacio, no soy su hijo. Siempre me han recalcado que me parezco mucho a mi madre, como para dudar que ella fue mi progenitora. Y creo que Doña Mercedes también lo sabía. Nunca me insinuó nada, pero muchas veces mantener una ilusión viva hace mucho más llevadera la vida, principalmente después de tanto sufrimiento. Para tratar de calmarme, suspiré, mojé mi rostro y bebí agua, para luego continuar con la lectura. Sabía que en todo el edificio, en el vecindario mismo, los rumores corrían como aguas por los ríos. Pero yo continué con mi lectura.
Ignacio es el único que sabe de este cuaderno. Bueno, no sabe exactamente para qué lo quiero, pero él me lo compró, a petición mía, y espero que sea él quien lo rescate, quien se lo quede, si al final mis planes salen victoriosos. Sólo a él le diré el sitio donde lo escondo. Pero aún no. Todavía tengo mucho que contar. Ahora quiero hablar de mis gatos, De Mufi, que ya tiene 14 años, el pobre, y está casi ciego. De Beli, que en estos ocho años me ha hecho más compañía que la que me hecho mi marido, Que En Paz Descanse (si es que puede), durante los cientos años que estuvimos casados (bueno, no serán tantos, pero para mí, como si lo fueron). De Misifú, de Kati, de Pachola y tantos otros. No podré olvidar a Pelotita, mi gato callejero, el primer gato que tuve. Me lo trajo mi madre cuando regresé a casa del convento, después del parto, cuando se dio cuenta de mi estado de ánimo. Había decidido no hablar. Eran mis padres los que le explicaban a todos que yo había estado en no sé que residencia sanitaria, balneario o algo por el estilo, no recuerdo en que ciudad, para recuperarme de no sé qué enfermedad. Toda esa mentira para salvaguardar el honor de la familia, que yo había manchado. Un año y siete meses estuve sin pronunciar palabra a ningún ser humano. Muda. Solamente, cuando nadie estaba a mi alrededor, conversaba con Pelotita, mi único consuelo, de él recibía el único gesto de cariño. A veces desaparecía por varios días, pero siempre, siempre regresaba zalamero, con la cabeza gacha, como comprendiendo que había hecho muy mal en irse así, por varios días, sin avisar. Yo siempre, desde que tenía uso de razón, quise un gato. Pero mi padre, tan serio y seco, las tres veces que se lo pedí a lo largo de quince años, contestó de la misma manera: con un lacónico y áspero NO. Mi madre ni pinchaba ni cortaba. No sé cómo pudo convencer a mi padre, cómo pudo tan siquiera atreverse a comentarlo, cuando me trajo a aquel gato callejero, después de la tragedia.
6.
Hace dos días que no he abierto este cuaderno. Aunque cada vez que lo agarro me envuelve un estremecimiento y mi corazón se acelera, trato de reponerme, porque sé que la sensación que siento cuando voy escribiendo todo lo que mi corazón me dicta, me hace sentir mejor, más libre. Me hago la idea que estoy dando a luz, lo que nunca pude hacer. Bueno, sí, dí a luz una vez, a Ignacio, a mis dieciséis años, pero estaba dormida, así que eso no cuenta. Fonsi y Gloria no son de verdad hijos míos. Los he querido, pero no son mis verdaderos hijos. Pero no quiero adelantarme. Voy por partes. Cuando cumplí los dieciocho años mis padres quisieron deshacerse de mí. Hacía algunos meses que había yo empezado nuevamente a hablar, pero no a ellos. Así que arreglaron, no sé cómo ni de que manera, mi boda con Alfonso, otro hijo de militar. Si mi padre era seco, Alfonso lo era más. Me llevaba dieciséis años. ¡Qué ironía! Ahora caigo en cuenta que el dieciséis no ha sido precisamente mi número de la suerte. Pero estaba tan desesperada por salir de casa de mis padres, de olvidar mi pasado, que me ilusioné con la boda, hasta creí que me había enamorado. Al principio me traía regalos, y aunque era muy reservado y frío, era atento conmigo. Hasta que descubrió que no podía tener hijos. No sé si mis padres le habrían contado la desventura de mi adolescencia o no, pero al poco tiempo de enterarse de que mi útero estaba cerrado, comenzó a despreciarme. No sé que me habían hecho en aquel parto, hacía tan solo dos años, pero seguro que ellos fueron los culpables de mi infecundidad. ¿Por qué, si había dado a luz antes, ahora no podía? ¿Por qué? Y peor aún, no sentía nada, absolutamente nada con mi marido. El acto para mí se había convertido en un suplicio. (Me da un poco de reparo escribir sobre esto, pero me he prometido ser lo más honesta posible, lo que no me he atrevido a ser en vida). Al poco tiempo empezaron las palizas, las humillaciones, pero solo de puertas para adentro. Cuando asistíamos a galas oficiales o fiestas militares, ambos hacíamos ver que éramos muy avenidos. Ahora que lo recuerdo me da risa, pero cuando Alfonso se olvidó de mí también sexualmente (después sospeché que tenía no una, sino dos amantes), para mí fue un alivio, un atenuante en mi desgraciada vida.
Para entonces había muerto Pelotita, mi gato querido, que creo que fue lo único que me traje de casa de mis padres. Ni corta ni perezosa me compré, yo misma, sin preguntar a nadie por primera vez en mi vida, dos gatos más. También por aquel entonces mi marido había subido de rango militar, cada vez con mayores responsabilidades y mayores honores. Entonces estalló la revuelta militar, que terminó en la famosa dictadura, que creo que duró más de veinte años. Mi marido llegaba cada vez más tarde a casa (ya dije que para mí era un alivio), hasta que, creo que a los cuatro meses, empezó a reunirse por las noches en casa, con otros tres o cuatro militares más, todos de alto rango. No me pregunten qué rango tenían, pues no lo sé, ni siquiera sé hasta qué rango llegó mi marido. Se quedaban discutiendo, mejor dicho susurrando, hasta la madrugada, con un montón de mapas y papeles extendidos, a veces en la mesa del comedor, a veces en la mesita de centro de la sala, mientras yo los atendía, no podía ser de otra forma. Así me fui enterando de ciertas tácticas que para ellos eran vitales para traer la tranquilidad al país, y que ahora las catalogamos, con toda razón, como bárbaras, crueles. Pero yo, la verdad, en la situación en que me encontraba, las oía prácticamente sin comprenderlas, sin calificarlas ni positiva ni negativamente. Lo que sí empecé a hacer, además de dedicarme a mis gatos, que eran mi consuelo, fue visitar hospitales, asilos, auspicios. Ingresé en la Cruz Roja, en la Asociación Benéfica de Mujeres de Militares, y me dediqué a las obras benéficas, principalmente en los hospitales infantiles, con los niños, y en los paritorios. Para entonces se empezó a extender los rumores de que muchos de estos niños de los hospitales desaparecían, o desaparecían sus madres después de dar a luz. Por su puesto que yo no podía creerlo. Este gobierno militar no lo hubiera permitido, si estaba luchando por levantar al país y llevarlo a la mayor prosperidad. Me constaba, por las reuniones de Alfonso y sus colegas, de las cuales yo era testigo. Una vez me atreví a comentarle a mi marido lo que se decía por los pasillos de los hospitales y demás sitios de beneficencia, y su respuesta fue una bofetada a mi rostro, sin más. No se volvió a comentar nunca más. Solo que a los cuatro días de este episodio apareció por casa con un bebé, de unos dos meses más o menos, y con una enfermera. Me dijo que su madre había muerto y que a partir de ahora nosotros seríamos sus padres. Al principio me cogió desprevenida. No sabía muy bien cómo reaccionar, pero recordando la bofetada de cuatro días atrás, actué como sabía que él deseaba que actuara. De todas maneras me advirtió que la enfermera era quien lo atendería, pues “tú no tienes ni la más remota idea de esas cosas”. Así que me tocó tener un hijo sin tenerlo, sin tenerlo en mis entrañas y sin tenerlo en mi regazo, porque no se me permitía. En vez de eso me tocó a mí arreglarle la habitación a la enfermera, atenderla. Hasta ahora no teníamos criada porque yo me encargaba de todo en la casa, generalmente no tenía que cocinar, ya que Alfonso comía y cenaba en el cuartel ( o vaya usted a saber dónde). Con la enfermera la cosa cambió. A mí me tocaba cocinarle, yo me había convertido en su criada. Tan solo podía estar con el bebé, que mi marido ordenó que se llamara como él, Alfonso, el día de asueto de la enfermera, los momentos en que ella salía de casa, o cuando se encerraba con mi marido en su habitación. Pero los aprovechaba. Me fui haciendo ilusiones de madre.
La cosa empezó a mejorar cuando me hicieron la Presidenta de la Asociación Benéfica de Mujeres de Militares. Me sentía bien. Sé que me lo había ganado a base de amabilidad, dulzura, entrega a los necesitados, y a tener una constante e hipócrita sonrisa y actitud de “soy la mujer más feliz”. Por fin empezaba a sentirme realizada, a hablar en público, a defender, solo un poco y dentro del círculo de mujeres, mis ideas. También las palizas disminuyeron, porque eran más las veces que tenía que salir con él a actos tanto militares como benéficos, y ya no había más excusas para mis “caídas” y “accidentes”. Y lo mejor de todo: la maldita enfermera abandonó la casa. Se debería haber peleado con mi marido o haber encontrado un amante mejor y más joven. En ese momento mi entrega a Fonsi, que así empecé a llamar a la criatura, fue total. Volteé hacia él todo el amor materno que tenía acumulado y que nunca pude expresárselo a mi amado Ignacio, mi hijo del alma.
A estas alturas he tenido que hacer otra pausa. Me resulta cada vez más difícil seguir leyendo. La empatía que había conseguido con Doña Mercedes me hace, quizás, estremecerme más con lo que voy descubriendo. Tengo muchas interrogantes, muchos enigmas que no entiendo. ¿Cómo es posible que una mujer como Doña Mercedes pueda dar la imagen de mujer fuerte, feliz, encantadora, y haya pasado por los peores suplicios que una mujer, como mujer, pueda pasar? ¿Cuántas mujeres no habrán pasado por lo mismo y nosotros sin enterarnos? Como se dice, cada hogar, cada familia es un mundo. ¿Será posible que todo esto le haya llevado a matar a sus hijos? ¿Habrá sido ella, o más bien ellos lo que terminaron con su madre? Pero entonces, ¿quién los mató a ellos, quién le abrió las entrañas a Gloria? ¿Fue Doña Mercedes? ¿Cómo? ¿De dónde sacó la fortaleza, o la debilidad, para hacerlo? No sé, aún no me puedo creer que haya sido ella. Es muy tarde ya, pero no puedo dejar de leer su cuaderno. Empiezo a maldecir el día que me confió este sombrío diario. Y lo peor es que prometí guardar su secreto. Son demasiadas interrogantes. Yo cero que mejor será que deje de leer y me vaya a dormir, si es que puedo, pero en estos momentos estoy muy ofuscado. Sí, es mejor que me retire. Que descanse. Tengo que ordenar mis pensamientos con la ayuda de la almohada.
7.
Hoy es sábado. Creo que no fue buena idea la de irme a dormir anoche tan de madrugada, pues no solo que no dormí, sino que mi mente se ha pasado elucubrando imágenes y conjeturas, a veces sin pie ni cabeza. El sudor ha corrido por mi frente hasta que el sol brilló con todo su esplendor por los resquicios de mi persiana. Me he levantado, me he dado una ducha rápida y aquí estoy, tratando de poner en orden mis impresiones antes de continuar con la lectura. Me he imaginado a Dona Mercedes introduciendo no sé qué veneno en las bebidas que yo le había comprado la semana pasada. Sí. Seguramente los envenenó. Pero no. Eso es imposible. Y después de todo ¿acaso no me pueden achacar a mí todo el crimen? Yo tengo las llaves de su casa, yo abrí la puerta, yo compre las bebidas, mis huellas de seguro estarán el ellas, yo fui quien los encontró fiambres, perdón, occisos. ¿No sospechará la policía de mí? ¿Cómo podré defenderme? ¿Con este cuaderno? ¿Entregárselos y entonces no cumplir la promesa que le hice a Doña Mercedes, divulgarlo todo a pesar de mi promesa? Me he visto toda la noche como alma en pena entrando en casa de Doña Mercedes, persiguiendo a sus hijos y gritándoles “¡Bebed, bebed, que está delicioso, delicioso de la mueerte”. Y luego brindando con La Merced por habernos deshecho de sus falsos hijos y yo entregándome a ella como su único y legítimo hijo. Pero con en último brindis caigo en cuenta que me equivoqué de copa y le di a Mercedes la envenenada, la de Gloria, y ella se va yendo, se va yendo, y yo llorando “Mamá... mamá...” ¡Qué delirio! Maldito el momento en que le hice caso y se me ocurrió ir al refrigerador, abrirlo, y encontrarme con el verdadero cuerpo del delito, por lo menos el de mis pesadillas. ¿Y ahora qué hago con él? ¿Entregarlo? Si mi lógica no me falla yo le prometí que le cuidaría el secreto de la compra del “dichoso” cuaderno, no le prometí que no lo divulgaría. ¡Si ni siquiera sabía lo que estaba escrito en él. ¡En un congelador! ¡Escondido en un congelador! ¡Qué gélido y espeluznante sitio! ¿Por qué en el congelador? Bueno, es mejor que me serene y aunque con el miedo en el cuerpo, que continúe con la lectura. Después de todo no lo he terminado de leer, no quiero sospechar como terminará, ni sé si me involucra a mí en algo, si describe finalmente el motivo y origen de tan macabro asesinato, si...
Y después llegó Gloria, mi tercera hija (contando a Ignacio, claro). Dos años después. Aquí ya no me quedó la menor duda. Sabía muy bien de dónde procedían estos bebés. El secreto a voces era imposible pararlo. Pobres madres, arrancadas de su hijos, como hicieron conmigo años atrás. Y peor, terminar como desaparecidas, muertas. ¿Cómo esto era posible? Pero claro, yo seguía en lo mío, no podía arriesgarme a divulgar mis sospechas. La diferencia con aquellas madres era que ellas estaban seguramente muertas muertas, y yo seguramente muerta en vida. No. Llegó un momento en que me sobrepuse y dejé de estar muerta en vida. Utilicé mis influencias como Presidenta de aquella asociación, como esposa de militar, y como conocedora de muchos secretos políticos (a partir de ese momento ponía mucha más atención a las conversaciones susurrantes de los colegas de mi marido, que ya habían cogido por costumbre reunirse en casa casi diariamente, a diferentes horas, como escondiéndose no sé de qué, y no solo por las noches. El número de participantes crecía con el tiempo). Me aproveché de muchos de estos conocimientos para alertar a algunas madres y abuelas, para salvar niños y devolvérselos, por lo menos a sus abuelos o padres, cuando las madres desaparecían, y hasta logré encontrar el paradero de dos de estas madres y liberarlas, a base de sobornos y mentiras, utilizando el nombre de mi marido y sus amigotes. Sé que me estaba arriesgando demasiado, pero mi cara de mujer tonta y semblante bonachón a los ojos de los hombres, esta vez me ayudaron a llevar a cabo algunas buenas acciones, pocas, pero acciones salvadoras al fin y al cabo. La rabia que sentía por todo lo que estaba descubriendo la trasladé a Gloria. La pobre sufrió las consecuencias. A diferencia de Fonsi, quien, desde que salío de casa aquella bruja que mi marido llamaba enfermera, recibió todo mi cariño y toda mi atención, (y que finalmente me dio una patada en el culo), para Gloria fui yo la que reclamé una niñera para atenderla. Puse de excusa las grandes labores sociales que tenía que llevar a cabo. Alfonso lo comprendió.
Durante los últimos años de la dictadura, Fonsi y Gloria fueron creciendo, estudiando en los mejores colegios privados. Mi cariño por Fonsi fue recíproco. Lo más extraño es que Gloria, a quién prácticamente no la crié como una madre debería hacerlo, me adoraba. Mientras más distante me mostraba con ella, más me buscaba, más venía a abrazarme y a decirme cuánto me quería. Ahora que lo pienso, la mayoría de las madres que yo conocía, mujeres de militares, ni criaban ni veían a sus hijos. Esos de verdad que sí habían crecido en brazos de niñeras. Quién sabe cuántos de esos niños eran verdaderos hijos suyos o, literalmente, robados. Pero también ese cariño de Fonsi y Gloria cambió. No puedo precisar exactamente cuándo. Lo achacaba a la pubertad, a que ya empezaban a salir con novietes (Gloria antes que Fonsi, aunque era más pequeña). Yo ya no importaba. Pero la cosa empezó a intrigarme cuando me di cuenta que cada vez se acercaban más a su padre. Cantidades de veces los descubrí cuchicheando y al momento de llegar yo, interrumpían abruptamente la conversación. Empecé a sospechar que mi marido les había comentado algo, y por supuesto, nada bueno de mí. Seguro. Mis hijos me dejaban cada vez más de lado, me hablaban con displicencia, se burlaban de mis actividades benéficas, de mi forma de hablar, de vestir, mientras se refugiaban con su padre, quien durante tantos años se había mantenido distante de ellos. Él me dio caramelos y él me los quitó.
Cuando la dictadura empezó a tambalearse, mi marido, gran estratega y con olfato de sabueso, empezó cada vez más a separarse de sus colegas, a participar en menos tertulias y menos reuniones, a aparecer más por casa, a acompañarme a mis actos benéficos y hasta a auspiciar con dinero instituciones sociales. Dejó de burlarse de mis actividades, y hasta de mis ideas progresistas, que cada vez más me atrevía a exponérselas. Terminada la dictadura, puede decirse que se salvó del juicio que debía tocarle, por mí, por mi lucha, y porque lo defendía a capa y espada. La verdad, no sé por qué lo hice. Él era tan culpable como los demás, pero si él caía, en cierto sentido también caía yo, caían mis hijos, que jamás sospecharon que eran adoptados, robados, arrancados de sus verdaderas madres. Los últimos actos que compartió conmigo lo salvaron. Pero eso sí, lo jubilaron, aunque con una buena pensión. Entonces fue cuando compramos este piso, fuera del ambiente militar. Aquí las cosas empezaron a cambiar. Él empezó a requerir más mi ayuda, por lo menos a respetarme más. Empezó a darse cuenta que sin mí se quedaría completamente solo, o que con una palabra mía los vientos podrían cambiar en su contra. Ahora era yo la que lo dejaba de lado. Todo le podía haber perdonado, pero de que me alejara de mis hijos, los mismos hijos que él me trajo de regalo como si fueran objetos, ni siquiera gatos. Empecé a volcarme más en mi nuevo gato, Mufi, hoy el pobre casi ciego y con catorce años ya. A través de todas estas etapas siempre me acompañaron mis queridos gatos, que ya he nombrado. Ninguno de ellos, ninguno, me defraudó. Para cuando Alfonso enfermó, dos años antes de morir, Mufi ya tenía cuatro años, era muy juguetón. Le gustaba subirse a nuestra cama e interponerse entre mi marido y yo. Al principio esto lo sacaba de quicio, pero cuando enfermó, y prácticamente no podía levantarse de la cama, aquel gato vivaracho era su única compañía. Los chicos se habían casado. Fonsí había seguido su camino de militar, pero muy lejos, en las islas. Gloria se había casado con un comerciante que a Alfonso le caía como una patada en el culo. Al final, ambos hijos también dejaron de lado a su padre. Así, de pronto, yo me convertí en su todo para él. Se notaba su miedo, su pánico, me imagino que su arrepentimiento por todo lo que había hecho en su vida, pero esto último no puedo asegurarlo. Y por fin, hace ocho años y dos meses ya, murió. Solo, con Mufi en su regazo, porque en esos momentos yo estaba fuera de casa, pues aún seguía dirigiendo algunas actividades sociales, principalmente en nuestra parroquia. Llamé a mis hijos. Alfonsi, que tenía casi dos años sin vernos, lloró mucho. Y Gloria se presentó con Beli, parecía un peluche cremita. Era como una muestra de que venía en son de paz, pues ella sabía la locura que yo tenía por los gastos, y con razón, con toda la razón del mundo, pues esa locura era recíproca. ¿Cómo no iba a querer más a mis gatos?
Tengo que dejar la lectura por el momento. Están tocando a la puerta. Ya he dicho que salgo enseguida. Es la policía, me lo sospechaba. ¿Vendrán por mí? ¿Tendré que explicar nuevamente todo este trágico capítulo, minuto a minuto? No os voy a mentir, estoy asustado, muy asustado. ¿Qué hago con el cuaderno? ¿Lo entrego? Pero ni siquiera lo he leído hasta el final. ¿Me puede involucrar de alguna manera? Mejor me calmo, me tengo que calmar. Afuera se están impacientando. Después de todo yo no he hecho nada, no he hecho na...
YO NO SOY MARCIANO
D. Leandro Calirruaga Gonzalvo
Director del Periódico El Planeta
Sección Cartas al Director
Ciudad de los Periodistas
Muy estimado Señor Calirruaga,
Permítame escribirle por tercera vez en este último semestre. Ya le había comentado en mi misiva anterior que mi estado de salud era bastante delicado. Le confirmo ahora, con toda la serenidad que esto pueda admitir, que mi salud ha llegado casi a su punto final, confirmado por los diagnósticos de los especialistas que me han reconocido en los últimos cuatro años. Por eso, en estos momentos postreros de mi energía vital, quiero dejar lo más claro posible, y por última vez, que no soy un marciano, como han tenido a mal acusarme usted, su periódico, los médicos que me han auscultado y todas las autoridades de estudios espaciales y astronómicos del Planeta, en los últimos cincuenta y ocho años. Le repito, les repito a todos: no soy un marciano. A mis ciento cuarenta y un año y tres meses de vida, ¿qué puedo ganar yo mintiéndoles para refutar tamaña falacia? Sé que la causa de todo este artificio se remonta a setenta y seis años ha, cuando acababa de cumplir los IDAwMDAwMDA2 NTU0IDAwIG4NCjAwMDAwMDYyMjQgMDAwMDAgbaDAwMDAwNjQ3NyAwMDA wMCBuDQowMD AwMDAwIowMDAwMDA4MTM5IDAwMDAwIG4NCjAwMDAwMDg4MjMgMDAwMD Agbg0KMDAwA wOTMCBuG4NCjAwMDAwMDY4MDAgMDAwMDAgbg0KMDAwMDAwNzU0MSAwMDAwMCBu por los antecedentes electrovasculares de mi cuerpo, que reaccionaban de manera distinta al resto de los mortales, a la hora de acercarme a alguna maquinaria eléctrica o fotovoltaica, con sus respectivos fenómenos eléctricos, atmosféricos y hasta visuales que la ciencia no ha podido, o mejor dicho, no ha querido comprender, por miedo, quizás, o porque simplemente les ha resultado más motivador y extravagante llegar a la conclusión de que soy un marciano, de esos, de los que se especulan que existen en Marte. De igual manera, el que mi cuerpo, en situaciones especiales, y cada vez más específicas, produzca luz, electricidad, o se proyecte holográficamente, no es fundamento para especular sobre mi posible origen extraterreste. Es más, lGEDYo4THIwcCQc45E18CuJP1z38BZR7W/7yAEIlEyfHgtMC1LDhrkOSkYcx mMqGLZ 6Nc, adjudicarme la nacionalidad selenita, hasta lo aceptaría. ¿Pero marciano? ¡ESO JAMÁS! Ya sé que los médicos que me atienden en estos últimos años no me han ayudado para nada a refutar mi fama de marciano, con sus especulaciones y partes médicos tan estrafalarios. Pero nada dicen que en vez de marciano soy anciano. Por ejemplo ¿cómo saben que mi hálito de vida está dando sus últimos suspiros? Me imagino que se basan en los análisis, estudios y experimentos simple y llanamente terrestres. Y si fuera marciano, ¿podrían entonces llegar a esta conclusión con métodos que no podrían aplicarse a mi persona, dada mi supuesta cualidad extraterrestre? Ya ocurrió algo similar a principios del Siglo XXI, cuando mi corazón dejó de latir por veintiún minutos y dieciséis segundos y luego de haber expedido mi certificado mi defunción, tuvieron que tragárselo, dada mi “milagrosa y marciana” recuperación, palabras textuales de quienes, aquella vez, me atendieron.
Señor Director, pongámonos serios. El que esta carta la pueda escribir dictándosela directamente al ordenador, sin utilizar teclado alguno y sin pronunciar palabra, sino con una simple comunicación electrovibratoria entre mente humana y mente virtual, creada tecnológicamente, no significa que sea un marciano, Usted y su periódico repetidamente lo han in sinuado, colocána par que un fenómeno de feria. Pero, ¿ha venido usted o alguno de sus reporteros, alguna vez, repetidamente lo han insinuado, colocándome a la par que un fenómeno de feria. Pero, ¿ha venido usted o alguno de sus reporteros, alguna vez, a entrevistarme, a conversar conmigo, a contrastar la noticia por todos los ángulos? ¿A esto le llama periodismo? Ahora, lo que se dice reporteros gráficos ¡esos sí! A tutiplén. Venga, a tomar fotos al marciano, que “los marcianos llegaron ya y llegaron bailando cha-cha-chá”. No puede servir la excusa que han puesto distintos medios de comunicación, tales como que al acercarse a mí sienten una fuerte corriente eléctrica que casi los deja KAO, o que si me enfado empiezo a emitir rayos ultravioletas, perjudiciales para la salud. Un poco más y me culpan de asesino. Venga usted y compruébelo, tenga valor y si, al final resulta que fuera cierto lo que los demás aseguran, pues, mala suerte, pero por lo menos cumplió usted con su misión de periodista serio y responsable. ¿Qué mejor honor que morir con las botas puestas? (Aunque ya sé que usted de botas nada, ni de zapatillas, que con su hedor de pie, con zapatos normales ya tiene más que suficiente. Ahora me dirá que soy yo el que peco de agravio y de ser poco serio, pues si no nos conocemos, cómo puedo afirmar algo así. Usted a mí no me conoce, pero yo a usted sí. Es más, no tengo más que dirigir mis pensamientos hacia su persona y ya me llega el tufo que desprenden sus pies. Pero, créame, no lo digo por ofender, pues usted no tiene la culpa de haber nacido con esa característica desagradable, igual que yo no tengo la culpa por haber nacido con mis “excentricidades”, que es el epíteto más delicado con el que me han calificado usted y toda la prensa).
Me gustaría hacer aquí un poco de historia, y repasar mis andaduras por estos parajes que se suele llamar Tierra, mundo o globo terráqueo en su idioma, que no en el mío original. Pero no creo que realmente sirva de mucho, dado que usted no había ni nacido cuando yo ya “gozaba” de tremendo calificativo. Solo le quiero recordar que seguramente en su infancia vio, leyó u oyó hablar de un ser sideral, que tomó tierra en una nave espacial, siendo bebé, y que fue adoptado y educado por unos granjeros. Muy bien, pues a este señor con facciones humanas, pero con capa y vestidura bastante estrambótica e irrisoria, todo el planeta lo admiraba, lo elogiaba, hasta le dieron trabajo en un periódico, cual el suyo, como corresponsal. Le permitieron participar activamente en la lucha contra la maldad y el odio que reinan en estos predios estelares. Le dejaron salvar vidas (que no almas), volar a la velocidad de la luz y resolver situaciones inverosímiles para los humanos. Pues, unos años antes de que este superhombre apareciera en la imaginación colectiva, yo, con mi sencilla vestimenta humana, mis 1.68 m. de altura, mis bigotitos, mi calvicie y una sonrisa de bonachón, me ofrecí a las autoridades, tanto personalmente como a través de su periódico, dirigido entonces por su señor padre, D. Leandro Eugenio Calerruaga y Sabión (que alguien se atreva a tenerlo en su gloria), para ayudar, con mis poderes extrasensoriales, a la lucha contra el crimen organizado y no tan organizado. La primera reacción fue el de una burla irreverente y cruel para con mi persona. Su padre, querido para usted, aún sin conocerme, a través de su periódico dirigió una campaña NTM5RjU+PENBQ0M0N jk0OERFNUMyNEI4QTRDQjc1QjIxRFBRjFDPl0+Pg0Kc3RhcnR4cmVmDQowDQolJUVPRg0KICAgICAgICAgICAgIA0KNzYgMCBvYmoNPDwvTGVuZ3RoIDIyNi9GaWx0ZXIvRmxhdGVEZWNvZGUvSSAyNjcvTCAyNTEvUyAxNjg+PnN0cmVhbQ0KeNpiYGBgASJXBlYGBv41DPwM difamatoria y burlesca, con viñetas caricaturescas alusivas a mi persona ¡sin conocerme personalmente! Eso sí, la tan divertida campaña le produjo pingües beneficios al periódico, que por aquellos días estaba de capa caída. La única diferencia es que yo no utilizaba ese ridículo y ambiguo ropaje, ni lucía las cachas que se atrevía a resaltar dicho superhombre de pacotilla. En vez de ayudar a la humanidad, me convertí en el hazmerreír de ella. Y fue su padre, si mal no recuerdo, el primero en aseverar, con “datos y testimonios en la mano” (palabras textuales de su periódico, aunque no sé en qué mano), que yo era un MARCIANO, como el de aquella canción que ya recordé en un párrafo anterior, y que bailaba el cha-cha-chá. Y cuando, debido a mi ira acumulada, mis ojos empezaron a escupir rayos y centellas, y gracias a mi capacidad holografíca empecé a aparecer aquí y allá al mismo tiempo, los chistes y bromas se transformaron en pánico, lo que posteriormente degeneró en especulaciones fantasmagóricas de toda índole.
Señor Director, avsdhjdduiroe mrfjtiypuhl mvhfrpp, cv vb. He cargado toda la vida con la sospecha de que soy un marciano. Pero ya es hora de que las cosas queden claras, de una vez por todas, para la posteridad. ¡NO SOY UN MARCIANO! Recuerde que aún nadie ha podido aseverar que en Marte exista vida inteligente (ni de ninguna otra índole, dicho sea de paso, a pesar de que la última sonda espacial y robot enviados a Marte lWoAgraMrDo5Bn regresar con muestras que acreditan la presencia de agua marciana). Y creo que he demostrado con creces que en inteligencia no me gana nadie. Ahora bien, habría que abrir un foro científico-filosófico-religioso para debatir sobre lo que entendemos por inteligencia. Usted, por ejemplo, podría ser considerado por la humanidad como inteligente, si tomamos en cuenta los grandes beneficios económicos que ha logrado acumular con su periódico y sociedad editorial, principalmente gracias a las falacias, medias verdades, acoso y derribo y noticias sensacionalistas hacia personalidades y artistas que han logrado salir adelante en virtud a su trabajo (y muchas veces, hay que reconocerlo, gracias a aquellos que se han prestado a vuestras pocas éticas investigaciones periodísticas, falsos reporteros y falsos famosillos). Repito: Podría usted ser considerado inteligente. ¿Pero sabio? ¿Será lo mismo ser sabio que astuto o inteligente? Dejemos que el citado foro que propongo lo dilucide.
Mientras tanto Señor Director, le reto a que publique esta carta dirigida a usted, en su periódico, en la sección pertinente, aunque probablemente sea drásticamente mutilada y eruti vnri.. Le reto a que se atreva a publicarla. No tenga miedo. Recuerde que yo ya estoy en las últimas. Los médicos que me atienden, muy inteligentes ellos, así lo han confirmado. ¿Qué mal puedo hacerle en estas circunstancias? ¿No lo cree usted así?
Atentamente,
D. Axtrupz Mugsitxorrikus Ué.
PD: Ruego me perdone si este comunicado le llega con algunas deficiencias o párrafos ininteligibles. Ya sabe usted que el espacio está lleno de interferencias electromagnéticas y electrosensoriales, y en algunos casos, mis ondas cerebrales no son limpiamente procesadas por el sistema digital de la computadora.
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